Blog gratis
Reportar
Editar
¡Crea tu blog!
Compartir
¡Sorpréndeme!
El rincón de Enain
Blog de enain
« Blog
 
22 de Enero, 2008    General

Güemes: El Bautismo

La helada mañana de julio calaba hondo en cada uno de sus huesos; febo aún no se había elevado lo suficiente como para irradiar el calor necesario.  Muchos húsares[1] no tenían más que su poncho y apero para confortarse pero los consolaba la sola idea de no ser uno de los hombres yacientes en el campo de batalla, quienes no gozaban la suerte de sentirse ateridos. La rigidez era ya evidente en aquellos pálidos cuerpos apilados sobre la cubierta del Justine; los rostros de la muerte nunca sonreían y sus muecas se aparecerían una y otra vez en aterradoras pesadillas.

Martín Miguel había recibido una orden directa de sus superiores y la había cumplido, mas inexplicablemente se sentía vacío, ausente, transportado a un mundo paralelo en el cual las caras de sus compañeros de armas no eran más que máscaras de sí mismo sufriendo. El viejo anhelo de vencer al enemigo, de doblegarlo en batalla cuerpo a cuerpo cultivado durante años de entrenamiento militar, parecía en ese momento carecer de todo sentido. Al haber hundido su facón en el pecho de ese muchachito inglés algo surgió en su interior, en lo más profundo de su ser. La culpa lo inundó ocupando cada rincón de su cuerpo. Había matado por primera vez y nunca se estaba preparado para ello. No encontró otra solución a su tormento; comenzó a bucear entre sus recuerdos buscando desesperadamente alguno que lo devolviera a su habitual y alegre estado de ánimo.

 

Lentamente se sintió transportado a su Salta natal, a los juegos de niño y el cariñoso cuidado que dispensaba a su adorada Magdalena, Machaca, su hermana menor. Sonidos y fragancias hacían cosquillas a sus oídos y nariz; el crepitar de leños en llamas al calentar el horno de barro, preparado para recibir en su enorme y ardiente boca las perfumadas empanadas de Francisca, una de las esclavas de la casa. Las imágenes se sucedían unas tras otras; los  chapuzones en el Arias, las furtivas excursiones a la quinta de los Tejada para rapiñar esas apetitosas y jugosas naranjas, las carreras cuadreras en las que soñaba algún día descollar, el entrecejo fruncido del maestro de turno ante las frecuentes distracciones de tan incorregible pupilo.

Pero había una imagen que sobresalía por sobre el resto, imagen que venía acompañada de esperanzas y sueños. Ese día el joven Martín Miguel decidió su futuro; lo recordaba tan vivamente como si fuera ayer. Acudía una y otra vez a su mente el desfile del Regimiento Fijo de Buenos Aires por las polvorientas y aburridas calles salteñas; la pompa y fanfarria militar eran un hecho completamente fuera de lo común. Las lustradas botas centellaban al compás de cada paso, las largas casacas azules se fundían en la chupa y pantalón que finalizaban en las blancas polainas de lienzo, negros el cinturón, las cartucheras y la mochila de lienzo, negro también el sombrero coronado por el vanidoso galón de estambre amarillo hamacándose en las alturas. Entre esos recuerdos se entremezclaba la gallarda figura de su padre, temido y amado por todos sus hijos, rígidas y severas sus formas, suave y enorme su corazón.

Nunca olvidaría la conversación que sostuvo con Don Gabriel de Güemes Montero, Tesorero Ministro Principal de Real Hacienda y Juez Residenciador de la Intendencia de Salta del Tucumán, aquella agobiante tarde de febrero de 1799. Habían ya pasado más de cinco años pero el recuerdo estaba ahí, fresco, latente, listo para aparecer en los momentos en los que la confianza flaqueara.

-Hijo mío.- la firme voz de su padre volvía a sus oídos- ¿Qué es lo que tiene para decirme con tanta urgencia que no puede esperar hasta la cena?

Las piernas le temblaban, las paredes del despacho amenazaban con aplastarlo, la respiración le era dificultosa.

         -Jovencito, hable ahora que tengo demasiados expedientes por terminar,- su padre nunca se había caracterizado por su paciencia- o bien calle y vaya a continuar sus tareas escolares que ningún mal le ocasionarán.

         Esa frase actuó como un latigazo despertando su orgullo herido. Era una clara alusión a la dedicación hacia el estudio de su hermano mayor Juan de Dios Tomás Manuel en menoscabo de su propia falta de voluntad en lo que a libros concernía.

         -Padre...-fue un suspiro casi imperceptible repleto de amor y veneración del que se repuso inmediatamente- Señor, ya he decidido lo que deseo hacer cuando me haga adulto.-el tono de voz adquirió una gran determinación- Dado que Juan Manuel honrará nuestro apellido practicando las leyes, yo deseo honrarlo defendiendo nuestras tierras.

         Don Gabriel no esperaba semejante contraataque de un chicuelo cuya piel aún no había sentido el filo de la navaja al afeitarse. Lo tomó desprevenido, desorientándolo por unos instantes. Centenares de veces había entablado interminables discusiones con los comerciantes salteños, hombres a quienes la experiencia había hecho astutos y casi invencibles a la hora de las negociaciones. Pero esta situación le resultaba desconocida. En unos pocos segundos sopesó las consecuencias. En Europa los franceses habían cambiado el status quo de las relaciones estatales. En Norteamérica los colonos se habían independizado de Inglaterra. Los hombres de mundo que lo acompañaban en sus tertulias preveían que más temprano que tarde la revolución estallaría en el resto de América. La imagen de su hijo desangrándose cruzó por su mente. No podía permitir que esto le ocurriera, era su deber protegerlo.

         -De ninguna manera permitiré que se una a esos borrachos que se autoproclaman soldados, cuando más bien deberían llamarse cobardes, saqueadores, violadores.- trató de sonar lo más convincente posible subiendo el volumen de su voz- Además Ud. tiene sólo trece años, ¿a quién piensa que va a poder defender con esa edad?

         Martín Miguel no se amilanó ante el embate de ese ser que amaba con todo su corazón. En su interior entendía a su padre y odiaba la idea de separarse de su familia, pero la decisión ya estaba tomada. Los libros no eran para él. Ansiaba más que cualquier cosa en el mundo poder pasar el resto de sus días al aire libre, sintiendo la calidez del sol y el soplido del viento mientras galopaba a lomo de algún magnífico corcel. Soñaba con veladas a la luz del fuego, algún animal estaqueado asándose lentamente, las anécdotas de sus compañeros de armas, el canto de una cigarra aportando la música, un telón de incontables estrellas como único paisaje.

         -Señor, ya he cumplido los catorce. Tengo la edad suficiente para incorporarme en el Regimiento Fijo de Buenos Aires como cadete. -Esa frase se la había aprendido de memoria previendo cuál sería la respuesta paterna.

         La determinación que había en el tono de su hijo le hizo saber a Don Gabriel que sería inútil discutir. Él mismo había partido de España contra la volunta de su padre, y lamentablemente Martín Miguel era idéntico a él. Si tan sólo hubiera heredado la capacidad de reflexión de su madre seguro podría convencerlo. Una vez más analizó las posibilidades de disuadirlo de alguna manera. Dado que aún era un adolescente, podía prohibírselo ejerciendo su patria potestad. No, no, eso no haría más que arruinar la excelente relación que tenían. Podía excusarse diciendo que lo necesitaba como ayudante en su oficina, pero sabía que Martín Miguel no aceptaría permanecer encerrado la mayor parte del día completando estúpidos expedientes o negociando con innumerables terratenientes, comerciantes y artesanos. Poco a poco fue llegando a la conclusión de que debía aceptar la decisión de su hijo. No podía impedirle realizar sus sueños, escribir su propia historia.

         El silencio de su padre lo fortaleció y animó. Era inusual que el Tesorero Ministro no tuviera una respuesta. Nunca lo había visto tan pensativo, como si estuviera en otro lugar de la tierra y no allí en su despacho, dialogando con su hijo.

         -Padre...- esta vez utilizó el apelativo consciente del efecto que tendría en su interlocutor- Yo sólo quiero defender nuestros derechos y nuestra tierra, tal como Ud. lo hizo en época de la rebelión de ese tal Tupac-Amaru. Quiero parecerme en algo a Ud., padre,- utilizó nuevamente el apelativo consciente que estaba doblegando su voluntad- y sé que no lo lograré sentado detrás de un escritorio.

         Los ojos del muchachito destellaban sinceridad y devoción. A Don Gabriel le hubiera encantado estrecharlo en sus brazos hasta dejarlo sin aire, decirle lo orgulloso que se sentía ante semejante demostración de coraje. Pero el rígido personaje que había creado para brindarles a sus hijos una educación basada en la obediencia y el respeto no se lo permitió.

         -Está bien- fue lo único que pudo mascullar-. Si eso es lo que Ud. quiere, vaya y alístese en el Fijo[2]. Desde ya sabe que tiene mi bendición, que rezaré a Nuestro Señor cada día suplicándole que no caiga herido para así evitarnos un profundo dolor a su madre y a mí. Sólo dos cosas tengo para decirle antes de que se retire- la solemnidad con la que le hablaba a su hijo denotaba la importancia del momento-. Nunca olvide los valores que le hemos inculcado desde su nacimiento. Sea justo con sus enemigos, dispensándoles el mismo trato que le darían a Ud.. Sea cortés y leal con sus amigos, ellos les responderán de igual manera. No olvide que muchas veces el peor de los lobos se esconde bajo la piel de una oveja; esté siempre atento y con el facón a mano para evitar males mayores. Sea generoso con los que tienen menos que Ud., algún día la ayuda que les dispense será recompensada en los momentos menos pensados y por las personas menos esperadas. Mantenga siempre su palabra, es la única vía para ganarse la confianza de los que lo rodean.

         Martín Miguel lo escuchaba absorto. Era la primera vez que su padre lo trataba como a un adulto. Sería la única oportunidad en que mantendrían una conversación de hombre a hombre, de igual a igual.

         - No se haga matar tontamente, recuerde que el soldado que huye sirve para otra batalla. Sea inteligente y elija los combates, escape de aquellos en que las posibilidades son pocas y los riesgos innecesarios...- y de esa forma Don Gabriel le transmitió todos sus conocimientos. El temor a no ver nunca más a su hijo lo torturaba, pero su deber era mantener la compostura.- En cuanto a su madre, deje que yo le anuncie su decisión. Será más fácil para Ud. y para ella.- prosiguió, no sin pensar lo mucho que le dolería a su Magdalena enterarse de tan triste noticia. Por otro lado sabía que se consolarían, que se secarían las lágrimas mutuamente y eso aliviaría el dolor al menos un poco, tal como había ocurrido muchas veces en el pasado.

         Un fuerte apretón de manos puso fin a la conversación entre padre e hijo. Innumerables sentimientos había escondidos en ese simple y nada ampuloso gesto. Las orgullosas miradas se cruzaban, esforzándose los labios por mantenerse unidos y no arruinar la solemnidad del momento. Tras interminables segundos que parecieron una eternidad, Don Miguel aflojó sus falanges y permitió que Martín Miguel se retirara. Al salir su hijo del despacho un fugaz pensamiento atravesó su mente; utilizaría su influencia para mantenerlo lejos del peligro.

 

         Los disparos provenientes de tierra lo devolvieron a la realidad, arrebatándolo de tan felices recuerdos. Los granaderos de Terrada, los patricios de Saavedra, los arribeños de Pío de Gana, los gallegos de Cerviño, los miñones de Bufarul, los andaluces de Merello y tantos otros grupos de criollos en armas asestaban a los sorprendidos ingleses un escarmiento jamás imaginado. Desde la cubierta de la sumaca Martín Miguel apreciaba con claridad las escenas de las batallas que se repetían en uno y otro lugar: eludiendo el combate cuerpo a cuerpo en las estrechas calles contra los veteranos soldados británicos, los defensores se atrincheraban en las casas y azoteas y desde allí acribillan a las columnas inglesas no sólo a fuego de fusil, sino también con piedras, ladrillos y hasta agua hirviendo.

         El olor a pólvora quemada penetró por sus fosas nasales una vez más durante aquella larga jornada, azuzando sus sentidos, obligándolo a rememorar los fortuitos hechos que lo habían conducido inexorablemente hasta la cubierta del Justine.

 

         El incesante repiqueteo de los cascos del caballo resonaba constantemente  en su cerebro. Había perdido la noción de las horas y la oscuridad parecía no tener fin. El sueño lo había vencido dos veces, en los cuales casi se desliza de la montura hacia una mortal caída. Ni siquiera los caballos aguantaban el ritmo que les imponía; al llegar a una de las postas del camino uno de ellos cayó como fulminado por un rayo apenas se sintió liberado de la carga.

Su mente quería convencerse que lo único que lo obligaba a continuar era su sentido del deber; sabiendo que era el mejor jinete del regimiento le habían encomendado esta misión. La misión. Se encontró pensando en ella con deferencia, cuando en realidad estaba cansado de ser el veloz jinete que llevaba despachos de aquí para allá, aunque en este caso fuera un despacho de crucial importancia: el mismísimo Virrey Sobremonte le había encomendado su inmediata entrega a Don Santiago de Liniers. Lo que Martín Miguel realmente deseaba era combatir, para eso se había entrenado tan duramente por años. Había esperado que su padre hablara con sus superiores, pero nunca imaginó que esa influencia duraría tanto. Su paciencia lo había mantenido a raya por bastante tiempo, pero ahora era el momento de sacudirse de encima la protectora sombra paterna.

En Buenos Aires necesitaban de hombres instruidos militarmente para conducir a las milicias que espontáneamente se reunían para luchar contra el invasor británico. Allí estaba su oportunidad, pero una vez más se encontraba a cientos de kilómetros de la acción. Sólo cinchando duro y parejo llegaría a tiempo para su bautismo de fuego. Los pensamientos se sucedían, entremezcladas la esperanza y resignación. El frío entumecía sus miembros hasta acalambrarlos. Sus fuerzas se acababan, la voluntad le flaqueaba. De pronto sus ojos captaron el centellante resplandor de cientos de faroles. A medida que los contornos de la ciudad se dibujaban en el horizonte notó las columnas de humo brotando sobre las azoteas. Una sola pregunta rondaba su mente: ¿sería demasiado tarde?

Al galope tendido se escabulló por las lodosas calles de los arrabales septentrionales de la urbe, buscando impetuosamente al destinatario de su despacho. A las pocas cuadras encontró el improvisado cuartel que habían montado los defensores de Buenos Aires en el Retiro. La figura de don Santiago de Liniers era inconfundible aún cuando la mayoría de su cuerpo estuviera cubierto de lodo. La fina y estilizada nariz, las rosadas mejillas, la pequeña boca y esos decididos y fieros ojos no podían pertenecer a alguien más que no fuera el Capitán de Navío. Se encontraba dando órdenes a un grupo de milicianos ante un gastado y viejo croquis del centro de la ciudad; las posiciones inglesas representadas por piedras; las criollas, por semillas. Al ver a Martín Miguel aproximarse una leve sonrisa alteró la seriedad de su rostro.

- ¡Mi jinete de la suerte!- ese joven siempre cumplía sus órdenes sin titubear- ¿Qué noticias trae para mí?.

         - ¡Señor! Traigo para Ud. un despacho urgente del Excelentísimo Virrey.- la respuesta fue seca, evidente la molestia que lo llamara "su jinete de la suerte".- He cabalgado día y noche sin cesar para cumplir con mi deber, Señor. ¿Qué otra misión me espera, Señor?- sabía que no era lo correcto dirigirse así a un superior, pero la sed de acción latía en sus venas con la fuerza de un tambor.

         - Ud. que siempre anda bien montado,- la arrogancia del joven le recordaba su propia adolescencia- galope por la orilla de la Alameda, que ha de encontrar a Pueyrredón, acampando a la altura de la batería Abascal, y comuníquele orden de avanzar soldados de caballería por la playa, hasta la mayor aproximación de aquel barco.

         El barco al que hacía referencia el Capitán de Navío era el buque mercante Justine, artillado con 26 piezas y supuestamente tripulado por más de cien soldados británicos. Su palo de mesana había sido tronchado el día anterior de un cañonazo, pero esto no le había impedido establecer un fuego constante sobre las fuerzas de la reconquista causando bajas, molestias y contratiempos. La ignorancia de los secretos de la navegación en el río y sus súbitas bajantes lo habían dejado varado a unos 400 metros de las barrancas de la Plaza de Toros en el Retiro, lo que fue advertido por los centinelas porteños.

- ¡A sus órdenes, Señor! - fue la precipitada respuesta que escuchó Liniers antes de sentir el chapoteo de los cascos sobre la fangosa calle de la ciudad. Ese muchacho tenía algo especial, definitivamente. Sus años de experiencia en Europa le habían enseñado a descubrir las cualidades de la gente y posibilitado su rápido ascenso en el ejército español a pesar de ser extranjero. Como todo jovenzuelo era arrogante, pero la mirada de su jinete de la suerte denotaba una seguridad en sí mismo inusual para su edad. El experimentado Capitán de Navío se encontró sonriendo mientras observaba el poncho rojo que se alejaba raudamente para cumplir una orden más. Ese muchacho llegaría lejos.

         Sin mirar atrás ni una sola vez, Martín Miguel enfiló directamente hacia su próximo objetivo: el campamento de los jinetes de Pueyrredón. Mucho había oído de ese criollo envalentonado, hermano político del alcalde porteño, que había oficiado como intérprete entre ingleses y autoridades locales. Se decía que en un principio había trabado amistad con los jefes de la expedición conquistadora, esperando algún indicio de parte de los británicos que dieran pie a una futura independencia rioplatense. Él ya había escuchado estas ideas de boca de sus superiores del Fijo, pero nunca había pasado por su cabeza la idea de no cumplir el juramento de fidelidad que lo unía al monarca español. Por esta razón la persona de Pueyrredón le provocaba cierto recelo al mismo tiempo que admiración, ya que se encontraba al frente de los voluntarios de caballería ligera reclutados en la extensa y prolífera campaña bonaerense. Estos gauchos ya eran conocidos como 1° Escuadrón de Húsares y Martín Miguel admitía sus aptitudes a lomo de caballo, aún cuando conservaba ciertos prejuicios para con los jinetes porteños propios de un paisano del interior.

         El campamento de Pueyrredón era mucho más pequeño y humilde que el de Liniers, ya que sólo contaba con ciento cincuenta monturas. A pesar de encontrarse todo el escuadrón ultimando los preparativos para entrar en combate, inquisitivos ojos se posaron sobre el recién llegado, sobresaliente el colorado encendido de su poncho.

-Necesito hacerle llegar unas órdenes al Jefe de Escuadrón- exclamó Martín Miguel sin dirigirse a nadie en particular.

-¿Quién las envía, jovencito?- una voz firme y grave le contestó. Pertenecía a un hombre alto y de cabeza erguida, ojos vivaces y observadores. Sin dudas era Pueyrredón, tal cual se lo había dibujado en su mente.

-¡El Capitán de Navío Don Santiago de Liniers, Señor Pueyrredón!- respondió con igual entereza tratando de impresionar a su superior porteño.

-¿Y cuáles son esas órdenes, si está Ud. dispuesto a transmitírmelas?- le gustaba ser distinguido aún cuando vestía igual que sus jinetes. Liniers escogía bien la gente que lo rodeaba; observador y detallista como para reconocerlo, seguro y resoluto en sus respuestas.

-La orden es avanzar soldados de caballería por la playa hasta la mayor aproximación de aquel barco.- respondió serenamente, señalando el Justine.-Se encuentra varado merced a la bajante de la marea, y ha estado hostigando casi toda la tarde de ayer a las fuerzas de la resistencia.

-Entendido, joven.- el porteño contestó secamente, analizando en silencio la nueva directiva. En escasas horas debían marchar contra los ingleses parapetados en la ciudad. No podía darse el lujo de enviar un número importante de jinetes a intimidar a ese barco y correr el riesgo de ser derrotado por los casacas rojas. Por otro lado, conocía el daño que podía producir un bombardeo constante. Decidió rápidamente, como era usual en él.- Puedo darle treinta de mis milicianos, no más de eso. Pero Ud. deberá hacerse cargo de dirigirlos personalmente porque no hay quien tenga instrucción militar alguna.

Martín Miguel se esforzó por responder con prontitud, pero las palabras no acudían a su boca. La chance que había estado esperando se le presentaba en ese instante, cuando menos lo esperaba, cuando se encontraba exhausto tras recorrer casi cuatrocientos kilómetros, sin haber dormido por más de dos días, duros los músculos por la fatiga acumulada. Sabía que debía tomarla, que se había preparado para ello por siete años, que se encontraba en deuda con sus padres por haberlos hecho sufrir por su ausencia durante tanto tiempo. ¡Y el momento de pagar esa deuda estaba allí, a su alcance!

-¡A sus órdenes, Señor!- la gallardía e intrepidez de su tono sorprendieron a Pueyrredón, pero no hizo más que confirmar la reciente opinión que se había formado del muchacho.

-Muy bien, entonces. El Sr. Rodríguez lo presentará a sus hombres. De Ud. depende el que no recibamos fuego enemigo desde el río. Roguemos a Dios lleve a cabo esta misión con éxito.- Pueyrredón dio media vuelta y se abocó a revisar personalmente las monturas y las armas de cada uno de sus hombres.

 

Enfrente suyo se encontraban los hombres que debía dirigir. Eran una treintena, todos vestidos con sus chiripás, sus gorros, los pañuelos al cuello, las botas de cuero deformadas por el barro. Las armas; solamente lanzas, boleadoras, facones sables y apenas unas cuantas tercerolas. Barbados la mayoría excepto unos jóvenes aún imberbes como él, curtida la piel por horas de trabajo bajo el sol, erguida la postura, cabeza levantada, ojos de azor listos para atacar. Sabía Martín Miguel que su rostro reflejaba el mismo semblante, pero dentro suyo la adrenalina había comenzado a correr y sentía el peculiar cosquilleo que se volvería familiar tras innumerables combates. Era el miedo, siempre al acecho, voraz, inevitable. Sabía también que todos esos hombres sentían lo mismo en su interior.

-¡Señores! Estamos aquí para demostrarles a esos bucaneros quienes somos los gauchos de estas tierras- buscaba llegar a sus hombres, lograr que percibieran que era un jinete igual que ellos para así ganarse su confianza. Los consejos paternos se ponían en marcha.-Nuestras órdenes son aproximarnos lo máximo posible a aquel barco; yo les digo que debemos abordarlo si no queremos ser los blancos sobre los que practiquen su puntería estos malditos y rapaces marineros.

Realizando una demostración de sus habilidades, montó de un salto y lentamente recorrió la hilera de jinetes que se había formado espontáneamente delante suyo. Sus palabras y acciones comenzaban a surtir el efecto deseado.

-El primer escollo es la barranca; tiene unos tres metros de altura pero no debería representar problema alguno a nuestras monturas. El segundo escollo es el agua; estará helada pero no nos cubrirá más allá de nuestras rodillas. El tercer escollo es el fuego que recibiremos hasta abordarlos; cinchen duro y parejo manteniendo la formación hasta llegar a la sumaca. ¡Una vez arriba, no ahorren sangre inglesa, carajo! - la arenga no duró más de dos minutos, pero fue suficiente para calentar la sangre de sus recientes subordinados.

Se lanzaron al ataque con las primeras luces del día, cuando las sombras del amanecer confundieran al enemigo al intentar establecer el número de atacantes. Descendieron la barranca sin ninguna dificultad, aún cuando se encontraba lodosa y resbaladiza y cualquier caída hubiera resultado mortal. Al hacer contacto con las turbias aguas del río, el chapoteo se hizo atronador; sólo treinta caballos a galope tendido lo provocaban, pero parecían más de un centenar. A mitad de camino entre la orilla y la sumaca escucharon las voces de alarma provenientes de la embarcación; deberían haberlos sorprendido dormitando, ya que la respuesta armada se demoró lo suficiente para permitirles aproximarse hasta no más de cien metros. A esa altura el agua ya les llegaba a la rodilla y los animales estaban extenuados a raíz del veloz galope emprendido sobre una superficie que se deshacía a cada paso, a lo cual debía agregarse la lucha contra los embates del débil pero constante oleaje. Los primeros disparos comenzaron a levantar el agua unos veinte metros por delante de la formación; los ingleses, aturdidos aún por el sueño, disparaban antes de que sus blancos estuvieran al alcance de sus armas y no tendrían tiempo para recargar sus mosquetes nuevamente antes de que los jinetes hicieran pie sobre la cubierta. Martín Miguel se dio cuenta de esto y azuzó a sus hombres con un grito sobrenatural y demoníaco que fue repetido por todos ellos, generando la impresión de que no eran hombres sino centauros extraídos de la mismísima mitología griega los que atacaban la embarcación.

Fue el primero en abordar la sumaca, acompañado inmediatamente por otros diez de sus hombres con arma en mano. La cubierta del Justine hervía de ingleses aterrorizados, quienes asumían que los asaltaba una cantidad muy superior de jinetes. Muchos saltaban por la borda completamente desarmados y a medio vestir con la esperanza de llegar a tierra. Previsoramente Martín Miguel ya había ordenado que quedaran cinco hombres de cada lado de la nave a fin de hacer prisioneros a los enemigos en fuga.

Un grupo compacto de marineros se había hecho fuerte alrededor del tronchado palo de mesana, esgrimiendo sus sables valerosamente y ocasionando algunos heridos entre los criollos. Entre ellos había un jovencito de rubios cabellos y rosadas mejillas que no debía sobrepasar los veinte años, quien lo miró desafiante y le apuntó la pistola que sostenía en su mano derecha. Martín Miguel se apresuró por alcanzarlo antes que pudiera dispararle pero había reaccionado demasiado tarde. Milagrosamente, en su carrera por detener al muchacho, patinó con una mancha de aceite y el disparo pasó a centímetros de su cabeza. Pero el peligro no había desaparecido; el inglesito había desenvainado su florete y se aprestaba a recibir la embestida de uno de los gauchos, a quien despachó con un mandoble directo al rostro. Al ver a uno de sus hombres mortalmente herido, Martín Miguel sintió que la furia crecía en su interior con inexplicable rapidez. Era un monstruo al cual no podía contener y sólo sería aplacada cuando el culpable tuviera su merecido. Cegado por la ira, se aproximó al joven con cautela, estudiando sus movimientos. Sería un digno rival del salteño: se desplazaba sigilosamente, de costado, sin nunca presentar un flanco débil del cual Martín Miguel sacara provecho. Sabía que debía ser paciente, esperar su oportunidad, pero la ira lo consumía. Atacó improvisadamente el flanco izquierdo de su adversario, quien lo detuvo fácilmente y contraatacó ocasionándole un pequeño tajo en el vientre. El dolor fue insoportable, no estaba preparado para sentir el frío acero tan rápidamente. Acometió nuevamente, esta vez directo al pecho. El inglesito se hizo a un lado con felina agilidad, ayudándose con las sogas que colgaban del tronchado palo de mesana y le devolvió el ataque con un estiletazo en la espalda. Las ropas del salteño comenzaban a teñirse del inconfundible color de la sangre que manaba de sus heridas. Se sentía sin aire, flojo, no pudiendo sostener el sable con firmeza. El inglesito pareció darse cuenta de ello y se lanzó a la ofensiva ferozmente, obligando a Martín Miguel a realizar una férrea defensa y retroceder varios pasos. En el retroceso tropezó con el cuerpo del gaucho ultimado por el joven, yendo a parar de espaldas sobre la húmeda cubierta de la sumaca y perdiendo el sable en la caída. Encontrándose su enemigo desarmado el inglés se aproximó para rematarlo. Serenándose y con la muerte a escasos centímetros, Martín Miguel tomó el facón que pendía de su cinto, oculto debajo del poncho, y lo hundió con vehemencia en el pecho de su adversario. Los ojos del inglesito lo miraron atónitos con los últimos signos de vida que le quedaban. Sintió la sangre caliente de su enemigo deslizarse por el mango del facón alcanzando su muñeca derecha. La lucha sobre la cubierta cesó inmediatamente. Ese jovencito era el único militar a bordo. Los demás hombres no eran más que marineros que no deseaban arriesgar sus vidas inútilmente. Uno por uno fueron deponiendo las armas y levantando los brazos aceptando su derrota y rogando por sus vidas. Los gauchos de Güemes se comportaron honrosamente respetando a sus enemigos y evitando mayores derramamientos de sangre.

Con un movimiento brusco, Martín Miguel se apartó el cuerpo al cual le había arrebatado la vida y miró en derredor, buscando alguna mirada que lo consolara. No la encontró. Sus hombres se encontraban absortos en su tarea, bien maniatando a los prisioneros o requisando la embarcación en busca de comida, ron o armas, en ese orden.

 

         El reconfortante sol del mediodía parecía acompañar la algarabía que se vivía en la ciudad. Los ingleses se habían rendido y ahora eran trasladados hacia el Fuerte, pero él seguía allí, en la cubierta del Justine, organizando el desembarco de los más de cincuenta prisioneros que había hecho. Lentamente la marea crecía y debía apresurarse. No había tiempo para ocuparse de inspeccionar la sumaca; el agua ya llegaba hasta la cintura. Decidió dejar a bordo a tres de sus hombres que decían tener conocimientos náuticos y se consideraban suficientes para llevar la nave hacia el puerto. El resto emprendió la dura marcha hacia la costa, quedando los muertos y heridos tendidos sobre la cubierta. Antes de descender, Martín Miguel paseó su mirada hasta encontrarse con los ojos sin vida del jovencito inglés, aquel que tal vez sólo tuviera un par de años menos que él. La culpa se apoderó nuevamente de su ser, presentándosele como único escape las frías aguas del Río de la Plata. Sin dudarlo se zambulló en ellas y con esfuerzo montó sobre el apero de su fiel pingo, el único caballo que había permanecido cerca del barco sin dejarse amedrentar por el retumbar de los disparos de mosquetes y cañones. La ciudad de Buenos Aires lo esperaba.



[1] Húsares de Pueyrredón, cuerpo de caballería que combatió valerosamente a los ingleses durante las Invasiones de 1806-1807.

[2] Regimiento Fijo de Buenos Aires. En el 3° Batallón, 7° Compañía con asiento en Salta fue dado de alta como cadete el 13 de Febrero de 1799.

Palabras claves , ,
publicado por enain a las 14:17 · 2 Comentarios  ·  Recomendar
 
Más sobre este tema ·  Participar
Comentarios (2) ·  Enviar comentario
Me gusto.
La historia Argentina no es mi preferida, pero confiezo que me quede con ganas de saber que va a pasar con Martín.
(tal es asi, que busque la biografia en internet !!)
publicado por Sergio, el 23.01.2008 11:39
Hola. Si te interesa el arte, la cultura, o leer notas, y querés, visitanos en elhormiguerodelarte.blogspot.com
Gracias y suerte!
publicado por El Hormiguero, el 23.01.2008 18:16
Enviar comentario

Nombre:

E-Mail (no será publicado):

Sitio Web (opcional):

Recordar mis datos.
Escriba el código que visualiza en la imagen Escriba el código [Regenerar]:
Formato de texto permitido: <b>Negrita</b>, <i>Cursiva</i>, <u>Subrayado</u>,
<li>· Lista</li>
SOBRE MÍ
FOTO

Hernán Ignacio Peña

Historia, cine, lectura, deportes...

» Ver perfil

CALENDARIO
Ver mes anterior Marzo 2024 Ver mes siguiente
DOLUMAMIJUVISA
12
3456789
10111213141516
17181920212223
24252627282930
31
BUSCADOR
Blog   Web
TÓPICOS
» General (2)
NUBE DE TAGS  [?]
SECCIONES
» Inicio
ENLACES
FULLServices Network | Blog gratis | Privacidad